Como gran admiradora de las personas honestas, sinceras, francas y nobles, estaba claro que la serie “The Good Doctor”, tenía que gustarme mucho. Su protagonista es un joven cirujano residente con autismo y síndrome de Savant, conocido también como el síndrome del sabio. Estas enfermedades causan, a quiénes las sufren, graves dificultades para mantener relaciones sociales normalizadas. Sin embargo, el médico tiene mucho talento y es contratado en un prestigioso hospital de EEUU. Su reto es llegar a ser un médico más del equipo de pediatría.
En uno de los últimos capítulos, el doctor habla con un paciente en silla de ruedas, víctima de un accidente de tráfico. Ambos comentan las razones por las que uno y otro son personas que merecen la pena. En un momento de la conversación, el doctor le pregunta: “¿siempre fuiste así? ¿Ya eras así antes de ir en silla de ruedas?”. El señor le contesta, de una forma muy hábil: “¿quieres decir que tu autismo te ayudó? ¿Qué esta silla me hizo mejor persona? La diferencia está en que deshacerme de ella (refiriéndose a la silla) no me hará olvidar las lecciones que aprendí”
En otro momento de la misma conversación, el paciente le dice: “¿Sabes qué es lo peor? No es estar así, es que la gente ve la silla primero. No me ven a mi. Nosotros perdemos tiempo y energía demostrando que valemos”
Esta conversación es profunda. Es seria. Tiene mucha miga. Cuantas veces hemos visto a personas con alguna discapacidad, y las miramos con lástima. Yo soy la primera que lo hago. Aunque no digamos nada, nuestros ojos, nuestro comportamiento es de manifiesta incomodidad. No sabemos como tratarlas. No estamos preparados. Vemos primero la silla de ruedas, vemos primero el bastón del ciego, vemos primero los gestos exagerados e incontrolados de las personas con problemas graves de movilidad, los sonidos guturales o gritos de personas que sufren enfermedades mentales y con sordera, pero no vemos que detrás de esa primera impresión hay una persona que sufre, que quiere ser vista como un igual.
Y como sociedad se nos llena la boca al decir que hay que ser inclusivos. Pero no lo somos. Cuando vemos a una mamá con carrito de bebé, si nos pide ayuda para subir las escaleras, lo hacemos gustosos y no cambiamos el semblante. Cuando nos topamos con una anciana cargada con una bolsa, que nos pide ayuda porque ha empezado a llover, le ofrecemos el brazo sin pestañear. Es sentido común y educación, sin más.
Pero en los casos de personas con discapacidad, les pedimos un plus para que demuestren que pueden aportar más que la primera impresión. Ayer veo en el telediario que Inserta Empleo, la entidad de Fundación ONCE para la formación y el empleo de las personas con discapacidad, presentó este miércoles en Madrid la tercera edición de la campaña ‘No te rindas nunca’, que se inició en el año 2013 para favorecer la inclusión de jóvenes con discapacidad y que ya ha ayudado a 6.900 personas a incorporarse al mercado laboral.
Su director general explicó que la tasa de paro de estas personas es el doble que el de una persona sin discapacidad. Muestran el ejemplo de dos personas con discapacidad severa, ambas con formación universitaria y master, que tuvieron una oportunidad laboral y que se han dejado la piel para mantener ese puesto de trabajo. Bravo por ellas, toda mi admiración y respeto. Lo que me enerva es que tengan que salir en las noticias. Debería ser normal que todos podamos acceder al empleo, se llama igualdad de oportunidades.
Pero la inserción, la inclusión va más allá del mundo laboral. Va de relaciones sociales, va de tener todas las oportunidades personales y sociales que el resto de la población, como conocer a una persona con discapacidad y enamorarse de ella sin que sea un hito, como ser hijo de una persona ciega y que no sea un drama, de poder ir a un concierto en un recinto que esté preparado para todos y no tener que estar investigando previamente si esa persona estará cómoda, de poder practicar un deporte con previsión de accesibilidad sin que sea imposible. Os invito a que viajéis con una persona en silla de ruedas. No os imagináis la cantidad de barreras que hay que sortear para que el viaje le resulte cómodo.
Señores, nos queda mucho para ver más allá, para ver con el corazón. Demasiados prejuicios, demasiado superficiales. ¡Buen fin de semana largo!